jueves, 12 de febrero de 2015

La canalla del 36. El terror que escardó la esperanza, de Pedro José Francés






En ocasiones, los gatos también escuchamos o miramos el televisor o la radio. Hace poco, pude ver en uno de esos debates nocturnos a políticos de todos los colores manifestar con enérgico convencimiento propio que defienden la libertad y la democracia. Pero, en ocasiones, las más para desgracia general, sus palabras se las lleva el viento, desaparecen en un etéreo mar de buenas intenciones cuando los tiempos del compromiso se plantan frente a ellos reclamándoles verdad, justicia, recuerdo. Cuando esto sucede es porque, hasta entonces, se ha producido una ausencia manifiesta de las mismas, o lo que es lo mismo, han campado a su libre albedrío la mentira, la injusticia, el olvido. Y para que estas tres luzcan galas a la vista de cualquiera deben contar con la connivencia de una sociedad o una clase dirigente que permita sus paseos con total indiferencia. Dicha sociedad, no me cabe ninguna duda, tiende a la más absoluta podredumbre, y no sólo moral, si lo consiente.

Los libros de Historia cuentan que, tras la llegada de la democracia, el gobierno alentó la inspección de los terrenos donde se creía que existían fosas comunes con muertos de la guerra. Por aquel entonces, los caminos y cunetas, la tierra misma quedó abierta, las entrañas de España arrojaban cadáveres maniatados, fusilados, amontonados, abandonados. Y en todo el país se realizaron multitud de homenajes póstumos para aquellos hombres y mujeres que murieron en una cruenta e irracional contienda. Lo que no cuentan esos libros es que todavía hoy, setenta y cinco años después, aún existen lugares en los que las autoridades se niegan a cualquier tipo de reconocimiento de las personas que murieron.

 Nos encontramos en un pueblo de Navarra: Buñuel. Sur de la provincia. Tarde de calor soportable y ligera brisa del norte. Hace 78 años. Las noticias llegan de Pamplona. El ejército se ha sublevado y está dando órdenes para que toda Navarra se sume al alzamiento. En los pueblos, apenas hay tiempo de reacción. Los falangistas, bien organizados, actúan con prontitud y dedican la tarde y buena parte de la noche a recoger a los simpatizantes del comunismo, al alcalde, al secretario,… en fin, a todas aquellas personas peligrosísimos a sus ojos. Los reúnen en el ayuntamiento. Los retienen contra su voluntad. No existe acusación alguna por delitos. Su delito es pensar malamente. Los montarán en un camión. Los matarán. Algunos tendrán la suerte de morir de un certero disparo en la cabeza. Otros agonizarán durante horas. Ver cómo se retuercen y gimen pone en erección a las flechas. ¿Dónde mueren? Sólo el viento y la tierra que les da cobijo lo sabe…

La Guerra Civil fue el mayor de los desastres, el enfrentamiento a muerte entre hermanos y vecinos es el hecho más vergonzante de todos cuantos nuestros antepasados han podido llevar a cabo. Y sin embargo, no podemos ni debemos olvidar que no todas las muertes se dieron en un campo de batalla…

Navarra fue uno de los enclaves más importantes, si no el que más, donde se gestó el golpe de estado que llevaron a cabo los generales del ejército que vendría a llamarse del bando nacional. Orquestado desde Pamplona y con el beneplácito de los carlistas (aquellos dispuestos a morir por dios, la patria, los fueros y el Rey), se creó el cuerpo armado de los requetés. Éstos, de común acuerdo con los falangistas, dominaron las ciudades y poblaciones de la provincia con extrema velocidad y acierto. No hubo lugar a enfrentamiento armado. No existió un choque de fuerzas entre dos concepciones distintas de un mismo mundo. No. En Navarra, unos asesinaron y otros fueron asesinados. Quizá por ello, por el pesar que sobre sus conciencias aún hoy recae, exista la inflexible voluntad de los asesinos y de los descendientes de los asesinos de impedir darles a los hijos y parientes de los asesinados la merecida limpieza del honor y la dignidad de sus familiares, hasta entonces siempre silenciada como si fuesen unos apestados, porque de aquellas cosas no había que hablar, porque no había que reabrir heridas. No es ilógico pensar que aquellos hijos que no conocieron padre o madre, según el caso, ante tanto silencio y tanto gesto duro, llegasen a pensar que sus padres algo habrían hecho para merecerlo. Quizá por ello, incluso los propios hijos dejaron de hablar de sus padres, instalándose, sin pretenderlo, en el más pernicioso de los actos para con la justicia: el silencio.

Tuvieron que pasar muchos años para que al fin, los nietos de aquellos hombres dieran voz al aliento quebrado de sus padres y decidieran honrar la memoria de los abuelos. Y hete aquí que un hombre comenzó a investigar por el pueblo, a transitar de casa en casa, de familia en familia, en busca de la Memoria. Y cuando al principio las memorias parecían encaladas, hubo una que lucía escrita con claridad, y fue leída en voz alta y anotada en cuartillas. Y cuando otras memorias se enteraron que una primera había sido recobrada, comenzaron ellas a desprenderse de la cal como quien se desprende de un antifaz para que al fin se pueda conocer quién es en realidad. Y de esta forma, aparecieron nombres y apellidos, de asesinados y asesinos, de los que se salvaron y de los que fueron compinches de las matanzas. Y arrojaron luz sobre la zanja de recuerdos clausurados, y la oscuridad retrocedió herida de muerte. Y desapareció. Y con ella la autorepresión. Y el miedo.

“La Canalla del 36. El terror que escardó la esperanza” es un libro que debería figurar en todas las estanterías de las casas del pueblo de Buñuel.  Sólo así sus hijos tendrán conocimiento de un pasado trágico y espeluznante, difícil de mirar según la casa en la que se viva, pero de obligada lectura para, si no comprender, cuestión harto difícil, sí al menos ser consciente de él para no permitir que nunca jamás se alcance tales cotas de bajeza moral, tan incontrolable impunidad.

Se trata de una obra que arroja luz sobre la primera mitad de los años 30, desde el triunfo de la Segunda República hasta su asesinato a manos de los golpistas de 1.936. Y lo hace a varios niveles: nacional, regional y local. Así, analiza los cambios sociales que las nuevas ideas republicanas, acertadas o no, producen en la sociedad española, así como en la navarra y en el pueblo de Buñuel. Una nueva concepción de resolver los problemas del mundo que rápidamente replantea el rumbo de una sociedad definida y estructurada bajo un orden antiquísimo en el que unos pocos son los dueños de la tierra y el poder, y la gran mayoría ni siquiera lo es casi de su propia voluntad.

Pero es además la segunda parte de su anterior publicación “Verano de 1936. De la esperanza al terror”, y sirve como complemento y ampliación de los hechos que sucedieron en Buñuel en las trágicas semanas tras el golpe militar y el posterior asesinato de 52 vecinos de la localidad. Narrado desde las entrañas, pero sin perder de vista la objetividad al relatar lo acontecido, el autor realiza un alegato en favor de unos hombres que murieron por tener la valentía de querer ser libres y obrar en libertad. Es también un arriesgado ejercicio de denuncia directa contra todos los hombres que, de manera contrastada, Pedro José Francés puede afirmar sin titubeos que fueron cómplices y que participaron de una manera más o menos directa o indirecta en el asesinato de sus convecinos. En definitiva, un libro duro pero necesario, un título que, denunciando aquella injusticia, hace justicia.


La Canalla del 36. El terror que escardó la esperanza
Pedro José Francés

Editorial Ciudadano

Blog del autor
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Una Reseña de
Santiago Navascués 
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