martes, 30 de abril de 2013

“Curioso cuaderno de viaje de dos simpares viajeros” – 14ª Parada: Una mágica ruta nocturna



“En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.
Los sucesos de que guardan la memoria estos números son, hasta cierto punto, insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de insomnio una novela más o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación se hallaba más o menos exaltada y propensa a ideas risueñas o terribles.
Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios hubiera podido escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes que se cierren del todo mis párpados (historias cuyo vago desenlace flota, por último, indeciso, en ese punto que separa la vigilia del sueño), seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante…”


Nuestro devenir por tierras toledanas daba a su fin. Los simpares viajeros debíamos decir adiós a la mágica e Imperial ciudad que tantas sorpresas y satisfacciones nos había dado en estos días, pero eso sí, aún teníamos unas horas en la noche para disfrutar de esta legendaria ciudad y su, por primera vez en todos estos días, fresca noche. Era como si Toledo se despidiera de nosotros acariciándonos la mejilla con una suave y fresca mano, intentando grabar así en nuestro rostro, su esencia y próxima ausencia.


Quedamos con nuestro grupo en la Calle Trinidad, en las puertas de la Oficina de Servicios Culturales, Turísticos y de Ocio, Entorno Toledo; el enclave no podía ser más singular, pues se hallaba en la planta baja  de un edificio de viviendas  renacentista de  los siglos XVI y XVII. En el subterráneo de dicho enclave,  se había encontrado una puerta de servicio que llevaba hasta las antiguas caballerizas. La verdad es que la oficina no podía estar en mejor lugar. Había algo en el ambiente que te atrapaba desde el primer momento de llegar.

−Esto no es nada –nos dijo Julián, el director−esperad a que comience la ruta…magia y leyenda a vuestro alrededor.

La verdad, es que viendo aquel subterráneo y conociendo las leyendas en torno a él, esta curiosa viajera se habría quedado allí un buen rato más ¿Algo aquella noche podría superar aquello?
Dentro, en frente, como si se tratara de un vórtice en la pared que nos abriese las puertas a otros tiempos ya pasados, había un espectacular pozo árabe de cinco metros de profundidad, como una garganta de dragón venido a menos; agua límpida y cristalina que manaba del suelo, posiblemente de alguno de esos manantiales naturales que  surcan las milenarias entrañas de esta ciudad.


Bajo nuestros  pies, pisáramos donde pisáramos, había Historia, historias de caballeros y nobles, de constructores y albañiles, de algún santo y bastantes demonios, de plegarias árabes y de rezos judíos,  incluso vítores romanos. Un mundo subterráneo donde tenían cabida mil mundos más.
Pero había que irse, la noche y la ciudad nos esperaban ansiosos para mostrarnos lo que a la luz del día, pasa inadvertido bajo el reflejo del sol y la algarabía de la gente. 
Leyenda, nos había prometido Julián. Magia, nos decía Isabel, nuestra menuda y sonriente guía, que encontraríamos. Misterio, decían los ojos de nuestros compañeros de ruta. Todo era posible, pensábamos mi compañero y yo.

Dejamos atrás la estrecha, escalonada y empinada calle Trinidad, para sumergirnos de lleno en la Historia y leyenda  de la ciudad, pues como dijo Gregorio Marañón  −Cuando se ve un rincón de Toledo, o una estampa o descripción de la ciudad no se sabe desde el primer momento lo que en ella es realidad y lo que es leyenda− y de eso, mi compañero y yo sabíamos algo, pues nuestro simpar viaje a Toledo, nos había mostrado que no todo es lo que parece y lo que parece ser, no siempre es…


“No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables, son, en cierto modo, como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.
Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los capítulos de mis soñadas novelas, los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio de una serie de ideas, como con un hilo de luz; los tres temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, en las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.
Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado, que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas como una barrera y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:
«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»
Da entrada a esta calle, por uno de sus extremos, un arco macizo, achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.
En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, en el cual crece la hiedra, que, agitada con el aire, flota, sobre el casco que lo corona, como un penacho de plumas.
Debajo de la bóveda, y enclavado en el muro, se ve un retablo, con un lienzo ennegrecido e imposible de descifrar, marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de cordel y sus votos de cera.
Más allá de este arco, que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construidas de piedras toscas y desiguales, sin más adorno que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillo, y tienen un arco árabe, que les sirve de ingreso; dos o tres ajimeces, abiertos al capricho en un paredón grietado, y un mirador que termina en una alta vela. Las hay con traza que no pertenece a ningún orden de arquitectura y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas; que son un modelo acabado de un género especial y conocido, o una muestra curiosa de las extravagancias de un período del arte. Estas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquellas, una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores; las de más allá, unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro…”

Diez personas habíamos salido de la calle Trinidad, sin embargo, llegando al Convento de las Concepcionistas, once conté yo. A unos pasos por detrás de mí, cerca de mi hombro izquierdo, había un joven con pinta de estudiante despistado que tomaba notas sin parar en un pequeño cuaderno; su cabello algo largo y despeinado, junto con una camisa blanca algo descuidada, le daban un aspecto bohemio de antaño, de estudiante aplicado pero con la cabeza llena de pájaros. No se, pero aquel muchacho tenía algo especial. Nos hablaba Isabel de Templarios y misterios,  de precisiones e imprecisiones de tan insignes caballeros en estas tierras toledanas, de quien asegura que fue Toledo posada y cama de los santos guerreros y de quien afirma que nunca o poco estuvieron allí.


Una fresca brisa nos envolvió a todos,  aunque cuando esta acariciaba mi nuca, se tornaba casi helada. Nos hablaba Isabel de la peculiaridad de la capilla del convento, pues posee una de las dos únicas capillas octogonales de la ciudad, y que conocido era por todos que era esta la figura geométrica  elegida por los monjes guerreros, para la construcción de sus capillas y cenobios; fue al decir esto cuando la brisa que golpeaba mi nuca se tornó gélida y susurrante, pues junto a mi oído esta me dijo: Me marcho, llegada es la hora, adiós mi señora. Giré  mi cabeza y vi alejándose la figura de mi barbudo amigo, aquel cuyo dolor y  penar me mostraron unos ojos tristes y hermosos, en el Museo Templario.  Y la noche y una repentina niebla, se lo llevaron junto a la fresca brisa.
Santiago y yo nos miramos y dejamos escapar un ligero suspiro. La ruta no había hecho más que empezar, y algo nos decía que aquella no sería la única despedida de la noche; es difícil de explicar pero me sentí triste, como la tristeza que se apodera de ti cuando ves marchar a un amigo sabiendo que tal vez, nunca más vuelvas a verle.


Más adelante continuó Isabel contándonos las historias de los Cristos ocultistas, de la Virgen Negra de Santo Tomé, de las Estatuas hechiceras, de milagros, sucesos que nada tenían que ver con la razón y lo natural, apariciones por doquier y fantasmas que vagaban y se lamentaban por las calles toledanas. Nos hablaba del Convento de San Clemente, imán de prodigios sobrenaturales, como el del niño que se apareció a Sor Constanza, allá por el siglo XVI, junto a las escaleras.

−¿Quién eres pequeño? –dijo ella –yo soy Constanza del niño Jesús.
−Yo soy el niño Jesús de Constanza, mujer –contestó él.

Pocas pruebas más se necesitaron entonces, y dando por milagro el hecho,  una pequeña cruz empotrada en la pared, frente al lugar donde el niño se apareció, recuerda conmemora y rememora tan celestial milagro.


Seguía nuestro caminar nocturno por las calles toledanas, disfrutando de la soledad y el fresco de la noche, del maullido lejano de algún gato, de la tos cercana de algún vecino, de la voz cálida y las atrayentes historias de Isabel. De fantasmas, de espectros y presencias del más allá.
Ensimismados como estábamos, escuchando a nuestra guía, se acercó a mí el joven estudiante con su cuadernillo en ristre, y levantando la voz por primera vez en toda la noche, me dijo sin mirarme, como el que dice para quien quiere escuchar sin que importe quien el oído acerca:

−Si Garcilaso cantó a las ninfas del Tajo y a los duendes del río, yo os traigo la voz del fantasma de San Servando, voz que narra las vicisitudes y devaneos del Capitán Don Lorenzo de Cañada, para dar caza a cierto espectro que merodeaba por los alrededores del castillo y también el  interior, más este murió sin contar si el espectro fue cazado o cazado lo fue el señor, y con él a la tumba el secreto se llevó –y el estudiante tomó aire y mirándome fijamente a los ojos, añadió− ¿No cree usted, señora, que cazar espectros es como intentar guardar agua en los bolsillos del pantalón?


Fue su mirada clavada en la mía la que dio contestación a dicha pregunta, pues no me cabía la menor duda ya. Nuestro joven estudiante hace mucho que dejó de cazar y cazado no quería ser.

“…El palacio de un magnate, convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí, habitada por un canónigo; una sinagoga judía, transformada en oratorio cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno.
He aquí todo lo que se encuentra en esta calle, calle construida en muchos siglos, calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual, al levantar su habitación, tomaba una saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo, con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.
Cuando, por primera vez, fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.
Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una ventana, viese, ni aun por casualidad, el arrugado rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.
Una tarde, sin embargo, al pasar frente a un caserón antiquisimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival rodeado de un festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construido y blanco como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con su marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera Y transparente.
Ya la ventana, de por sí, era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente contribuyó a que me fijase en ella fue el notar que, cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que sin duda me miraba en aquel instante…” 


Isabel contaba en aquel instante la historia de la Peña del Rey Moro, en la cual aún vaga las noches de luna llena, el atormentado espíritu de  Abu-Walid, que fracasó en su intento de conquistar Toledo, y así vaga y paga por el valle lamentándose por la muerte de su amada durante aquellas vicisitudes.
Al sentir de nuevo la fría brisa en mi nuca, me volví despacio antes de que esta se tornara gélida de nuevo, en un vano intento de sorprender a quien en ese momento intentaba sorprenderme a mí. Unos grandes y oscuros ojos me miraban fijamente, para mirarlos yo a ellos, tuve que bajar ligeramente mi mirada; vestido de terciopelo y calzando fines escarpines, se despidió de mi, sable en alto y cabeza baja, el pequeño personaje que buscaba lo que era suyo en el Museo del Ejército.
−Ha llegado el momento, la niebla que me trajo, de nuevo me espera,  para mí no hay peñas ni amadas que me retengan, tengo lo que buscaba y a mi casa he de regresar, aunque mi casa haga tiempo, que ni es casa ni es tumba siquiera. 


Trescientas cincuenta calles tiene la Imperial Toledo, en cada una, cien encantos y en cada encanto, un portento. Así reza una copla, así se cuentan las calles de la ciudad, así nos hablaba Isabel sobre las artes mágicas de la ciudad. El número nueve es la clave, nos dijo, número mágico que en Toledo es el que abría las puertas de la ciudad, pues tantas había como este número traía. Nueve, número mágico para una ciudad mágica.
Todo viajero que llegaba a Toledo, tenía que atravesar una de estas puertas, a cual más enigmática y misteriosa, lo que había visto el caminante antes de llegar aquí, ya no tenía nada que ver con lo que le esperaba al cruzar dichas puertas, pues cada una de ellas ejercía de paso entre lo conocido y lo que por conocer quedaba.  No te engañarían tus ojos, pero si lo harían los hechiceros, los nigromantes, las viejas casamenteras y las brujas que buscan incautos amantes.
Ciudad de conventos e iglesias, de gentes de dios andando por sus calles y de pactos con los demonios que acechan en rincones y callejuelas. Ciudad de contrastes, de credos y rezos, de supercherías y amuletos. Ciudad de Biblia clara y de Necronomicón oscuro. De sermones y convocaciones. Ciudad Insólita.


“…Seguí mi camino, preocupado con la idea de la ventana, o, mejor dicho, de la cortinilla, o, más claro todavía, de la mujer que la había levantado, porque, indudablemente, a aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.
Pasé otra tarde, pasé con el mismo cuidado, apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la ventana, y la cortinilla se volvió a levantar.
La verdad es que, realmente, detrás de ella no vi nada; pero, con la imaginación, me pareció descubrir un bulto: el bulto de una mujer, en efecto.
Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo, desde lejos, volvía a ella, por última vez, los ojos.
Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! ¡Qué historias imposibles no forjaría en mi mente! Yo la conocía. Ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de sus ojos.
La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su presencia, como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces, me parecía verla en un jardín, con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía haber allá, en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía; coger flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí, suspirar, mientras las deshojaba, pensando en... ¡Quién sabe! Acaso en mí. ¿Qué digo acaso? En mí, seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía, despertó en mi alma aquella ventana, nuentras permanecí en Toledo!...
Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera, me despedí del mundo de las quimeras y tomé un asiento en el coche para Madrid.
Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.
Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté una fecha. Es la primera de las tres, a la que yo le llamo la fecha de la ventana.
Al cabo de algunos meses, volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro días. Limpié el polvo de mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y, provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.
Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.
Así dejé transcurrir, en largos y solitarios paseos por entre sus barrios más antiguos, la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables.
Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas excursiones a través de lo desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada, al parecer, aun de los mismos moradores de la población y como escondida en uno de sus más apartados rincones.
La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella se habían identificado, por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones crecían a su sabor malvas de unas proporciones colosales, corros de gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas blancas, prados de esa yerba sin nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.
Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar, donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.
Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de ladrillo de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una miríada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel, y que, examinadas de cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas que, refractando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas y deslumbrantes.
Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de varios matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte, según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.
Los edificios que dibujaban su forma irregular no eran tampoco menos extraños y dignos de estudio.
Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas con sus tejados dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores y su farol rodeado de una pared de alambre que defiende sus ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos…”


La ruta nocturna llegaba a su fin. Eran casi las doce de la noche y una niebla empezó a asomar por la parte baja de la ciudad; la fresca brisa que nos había acompañado durante toda la ruta empezaba a calarse en nuestros huesos a través de la fina ropa veraniega que todos portábamos, el repentino fresco nocturno nos pilló a todos por sorpresa.
De repente me di cuenta de que no estaba con nosotros el joven estudiante. En su lugar, siempre unos pasos tras mi hombro izquierdo, había dos mujeres tan distintas entre sí como el día lo es de la noche. La niebla que ya comenzaba a subir hasta las calles altas donde nos encontrábamos, las envolvía casi hasta las caderas. Eran la muchacha de curiosa sonrisa de la Posada de la Hermandad, y la mujer de mirada triste y ropas raídas del museo de instrumentos de tortura. La primera mandó un beso con la mano, la segunda solo sonrió y se ajustó el pañuelo. A ambas les sonreímos nosotros, Santiago y Yo.  Y la niebla las envolvió.


Isabel nos contaba la leyenda de las tres fechas, la más famosa de la ciudad y la más famosa de Bécquer sobre la ciudad. Oírla contarnos la leyenda que no por conocida y harta leída dejaba de tener encanto y más aún si cabe, en el emplazamiento exacto que la vio nacer, dejaba de llamar poderosamente nuestra atención. Mientras nuestra guía hablaba y el resto de compañeros la miraban atentos, mis ojos me llevaron al final de la plaza donde nos encontrábamos; el joven estudiante nos miraba desde la niebla que empezó a cubrirlo todo. No dejaba de anotar cosas en su pequeño cuaderno y de revolverse el cabello ya de por sí, despeinado y alborotado. Su voz, desde el centro de la niebla, se unió a la de Isabel narrando la leyenda de las Tres Fechas, pero a diferencia de nuestra guía, el cerraba los ojos y seguía con su dedo las líneas escritas en su cuaderno.

“…Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos absorto en mil confusas imaginaciones, y, contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta. Ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso me detenía a cada paso cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y recuerdos históricos.
El cielo cerraba de cada vez más oscuro. El aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando, sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.
Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.
Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal: estaba más triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el estado de mí espíritu era la causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez primera hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que existe desde la melancolía a la amargura.
Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado, que parecía como acometido de un vértigo.
Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con sollozos ahogados, la otra como riendo en carcajadas estridentes, semejantes a la risa de una mujer loca.
A intervalos, y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.
Varié de idea, y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté a uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:
—¿Qué hay aquí?
—Una toma de hábito —me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.
Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.
La iglesia era alta y oscura; formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del renacimiento, cuajada de angelones con escudos, grifos cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno a las naves se veían multitud de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas, con una antigua tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.
Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia, completamente armónica en su confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata y cobre pendientes de las bóvedas, de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro partían rayos de luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de cúpula; rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablo verdes, azules y de otros cien matices diferentes, los que se abrí paso a través de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes a inundar con la bastante claridad a que sagrado recinto, parecían como que luchaban confundiendo entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas.
A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor bajaban en aquel momento sus gradas cubiertas de alfombras, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.
Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo separaban del templo. No sé; me pareció que había de conocer en la cara a la mujer de quien sólo había visto un instante la mano, y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarla mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: a través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y negros, que se movían entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios encendidos, una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un crucifijo alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las sombras: he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.
Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban los incensarios, perfumando el ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron, al fin, a la reja del coro.
Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen que iba a consagrarse al Señor.
¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o de la profunda sima de una montaña un jirón de niebla que flota lentamente en el vacío, y, alternativamente, ya parece una mujer que se mueve y anda y vuela su traje al andar, ya un velo blanco prendido a la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire, cubriendo sus huesos amarillos con un sudario sobre el que se cree ver dibujarse sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima.
El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban el crucifijo, y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacían resaltar por oscuro, bañándola en una dudosa sombra.
Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la ceremonia.
La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que la ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana de las flores, como todas las mujeres…”


Cuando la narración de la leyenda estaba llegando a su fin, un fuerte viento húmedo hizo que nos refugiáramos en un portal. La niebla lo invadía todo, hasta a nosotros mismos que durante unos minutos hizo que no pudiéramos vernos las caras unos a otros. Cuando esta empezó a disiparse, un golpe de viento trajo hasta mí el cuadernillo del joven estudiante, casi depositándolo en mis manos como si se tratase de un regalo. En él había anotaciones sobre toda la ciudad, algún que otro tosco dibujo y varios tachones en las hojas, pero lo que más me sorprendió de todo es que estaba entera  la leyenda de las Tres Fechas, y en la última hoja, una clara firma y unas fechas: Gustavo A. Bécquer, 22, 23 y 24 de Julio de 1862.

Guardé el cuadernillo en mi bolso y pusimos rumbo a la plaza Zocodover, para dar por finalizada la ruta y la noche. Nos despedimos de nuestros compañeros y nuestra guía, a la que tuvimos que darle la razón sobre las palabras dichas por Julián antes de partir: la noche sería mágica y legendaria.  Un abrazo nos sirvió como hasta siempre, y varios pares de manos moviéndose cual abanicos nos dijeron ¡Hasta más ver!

La noche en el hotel, desde cuya habitación veíamos los tejados de la ciudad y la catedral, nos trajo hasta el balcón susurros y gemidos lejanos, casi idénticos a los que oímos al llegar hace unos días y que vinieron igual que se fueron, entre niebla.
Toledo nos había hechizado.
Al día siguiente, recogimos nuestras cosas y cargamos el coche rumbo a casa, aún quedaban unas cosas por hacer antes de dar por acabadas las vacaciones, pero tras los acontecimientos que habíamos vivido en esta ciudad, nos sentíamos demasiado aturullados como para pensar en ello ahora. Así que nos montamos en el coche, salimos por el puente de Alcántara y tomamos rumbo a la autovía. El Tajo estaba hermosísimo, aún quedaban restos de la niebla nocturna en sus orillas, a pesar de brillar el sol en lo más alto del Alcázar. Cuando nos disponíamos ya a dejar atrás la ciudad, no pude evitar volverme de nuevo para ver por última vez el Puente y el Río, y entonces le vi. El joven estudiante estaba sentado en la orilla escribiendo en su cuaderno de nuevo, me miró y me mandó un beso. Luego siguió escribiendo y al final desapareció entre los restos de aquella nieblina que aún quedaba en el río.
Abrí mi bolso, busqué la libreta que guardé en él la noche anterior, y esta…había desaparecido. Ni rastro de ella.

No le di más vueltas, no lo comenté con mi compañero, no hacía falta. Los dos lo sabíamos.

TOLEDO NOS ENGULLÓ EN SUS MISTERIOS.


…”Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida comenzó a percibirse, en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado había besado tantas veces...
La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes las repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos como unos, quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los torreones, y estremecía, al pasar, los vidrios de color de las ojivas.
Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de un claustro gótico.
Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus broches con mano trémula de emoción y cariño.
El esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo, sin duda, la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo puñados de flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes, con sus voces profundas y huecas, comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que pronuncian.
—¡De profundis clamavi ad Te! —decían las religiosas desde el fondo del coro con voces plañideras y dolientes.
—¡Dies irae, dies illa! —le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, Y en tanto, las campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de campanada a campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.
Yo estaba conmovido; no, conmovido no; aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaba algo preciso para mi vida, y que a mi alrededor se formaba vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que se puede pintar, y que sólo pueden concebir los que lo han sentido.
Aún estaba clavado en aquel lugar, con los ojos extraviados, temblorosos y fuera de mí, cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa la vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas, y formando dos largas hileras la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.
Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz; era la puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie en su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y pude verle el rostro. Al mirarlo tuve que ahogar un grito. Yo conocía a aquella mujer: no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma o los recuerda acaso de otro mundo mejor, del que, al descender a éste, algunos no pierden del todo la memoria.
Di dos pasos adelante: quise llamarla, quise gritar; no sé; me acometió como un vértigo; pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna!, subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por sus cien bocas de metal y las campanas de la torre comenzaron a repicar, volteando con una furia espantosa.
Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor, buscando los padres, la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.
—Tal vez era sola en el mundo —dije, y no pude contener una lágrima.
—¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en mundo! —exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía agarrada a la reja.
—¿La conoce usted? —le pregunté.
—¡Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.
—Y ¿por qué profesa?
—Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron en el mismo día, del cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor deán le dio el dote para que profesase; y ya veis... ¿Qué había de hacer?
—¿Y quién era ella?
—Hija del administrador del conde C***, al cual serví yo hasta su muerte.
-¿Dónde vivía?
Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.

Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí o creí comprenderlo.
Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte. Digo mal: la llevo escrita en un sitio en que nadie más que la puede leer, y de donde no se borrará nunca.
Algunas veces, recordando estos sucesos; hoy mismo, al consignarlos aquí, me he preguntado: algún día, en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga recuerdos del mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico, la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas? ¡Quién sabe!
¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?.”

(Las Tres Fechas, Gustavo Adolfo Bécquer, publicado en 1862 en el Contemporáneo)


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FOTOGRAFÍAS: Santiago Navascués Ladrón
TEXTO: Yolanda T. Villar