sábado, 24 de noviembre de 2012

“Curioso cuaderno de viaje de dos simpares viajeros” – 5ª Parada: Museo de Antonio Pérez (Cuenca)


© NAVASCUÉS
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De nuevo en la Plaza del Trabuco, intentando recuperar el aliento tras una larga subida por la calle de San Pedro, me acerqué a la muralla para mirar y admirar una vez más, Cuenca, a vista de gavilán, que para águila me quedaban muchos metros de altura que subir y muchas horas de vuelo para planear grácilmente por la Ciudad. Pero Gavilana de la Serranía, ya daba buena pluma y esperaba que el peso de la tinta no me hiciese caer en picado y hacer buen uso de ella.
Absorta en mis panorámicos pensamientos no advertí que Don Federico, nuestro singular guía –voluntario forzoso− ya giraba hacia la calle Ronda de Julián Romero, y tras seguirle tan rápido como los trastos con los que portaba me dejaban, vi como entraba en el antiguo Convento de las Carmelitas Descalzas, sede de la Fundación Antonio Pérez. No era yo la única ansiosa por conocer el museo, bueno, una ansiosa más, que la cara de mi compañero de viaje también era pura expectación retenida. Mi imaginación ya andaba disparada nada más entrar por la puerta y encontrarme de frente con las primeras obras del museo ¿Imaginaron alguna vez las hermanas que su convento albergara tanta modernidad? ¿Imaginó alguna vez Antonio Pérez ver su mundo albergado en el interior de un convento? ¿Imaginó alguna vez el mundo ser albergue de un Antonio Pérez?...

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Impresionaba el lugar. Gruesas y antiguas paredes conteniendo finas y modernas obras. Algunas de ellas parecían flotar, más bien levitar ¿Acaso serían las fantasmales manos de las hermanas allá fallecidas a lo largo de los años, las que las levantaran? tal vez intentaran sacarlas de su hogar por parecerles sacrílegas, o tal vez fuera todo lo contrario, admiradas por la belleza y singularidad de cada una de ellas, intentaran alzarlas hasta el cielo para hacerlas eternas. O tal vez solo era mi imaginación saliéndose de madre, nada Superiora aunque bastante Subidita.
No había ni rastro de mi guía ¿Dónde se había metido nuestro boticario abogado? Con una bonita sonrisa nos recibió una joven de clara mirada, menuda y sencilla que parecía tener aspecto de colegiala, aunque nada más abrir la boca ya nos dimos cuenta, que de serlo, colegiala, sería la primera de la clase. Nada más lejos de esa primera errónea impresión mía, Mónica Muñoz, Conservadora de la Fundación, nos recibió a mi compañero y a mí, con una amabilidad y una serenidad que incitaba a pegarse a su lado y dejarse envolver − levitar cual obra artística entre esas paredes− por su voz y explicaciones a estos dos simpares y ansiosos viajeros.

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Me moría de ganas de visitar el Museo, quería saber si era cierto lo que decía Don Vicente, mi conquense profesor –de Villar de Cañas para ser exactos− sobre Antonio Pérez: el alcarreño más conquense, que aunque no lo parió esta tierra nuestra, lo acunó en su penúltima mocedad, que la última está por venir siempre. Vale, yo por aquel entonces no tenía ni la más remota idea de lo que me estaba hablando, y solo me quedé con dos palabras, Ruedo Ibérico. Y mientras él, nos hablaba y hablaba del tema, intentando despertar interés en una clase de adolescentes alterados y alternados, entre el deber y el placer, yo miraba por la ventana y en mi mente imaginaba un torero vestido de bandolero… aunque no supe durante mucho tiempo porqué relacioné esos conceptos, años después vi una fotografía de Antonio Pérez y Juan Marsé en la plaza de toros de Ronda, luciendo patillas el primero y tipo matador el segundo. Para mí, todas las sierras, de Ronda, Cuenca o Morena, me hacían pensar en bandoleros, y las patillas en Curro Jiménez en concreto. Sin duda alguna, Don Vicente tuvo que hablarnos de aquella foto en su momento, o incluso mostrárnosla; pero ya he dicho, que era demasiado adolescente para apreciar lo que se me decía, demasiado fantasiosa para prestar atención a las historias de Don Vicente y demasiado ignorante para un Ibérico Ruedo que cuando yo iba, él ya había vuelto cien veces en cuestiones de toreo de palabras y conceptos.

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Adentrarse en el mundo del conquense alcarreño no iba a ser fácil, ninguna puerta al uso podría llevarnos hasta el centro de su universo; no existían recibidores, umbrales ni pasillos que llevaran directamente hasta el centro de su mente y su corazón. Adentrarse en su universo, solo podía hacerse a través del Universo mismo, removido y batido como un remolino; cruzar la puerta sin más, solo nos llevaría a una exposición de grandes obras, si, pero llegar hasta el otro lado del Arte, eso solo se podía hacer cruzando al otro lado del espejo.
Y fue nuestro rubio conejito blanco, el que nos llevó hasta la misma entrada del hueco en el árbol, el Mundo de las Maravillas estaba al otro lado ¡No hay tiempo, no hay tiempo! –decía nuestro conejo−a pesar de carecer de reloj, apresuramos el paso y seguimos los suyos. La puerta-vórtice que nos llevó hasta ese mundo de ensueño y antojos estaba tras un caleidoscópico cuadro de Angélica Kaak, cuadro que nos mostraba una realidad invertida que sin embargo estaba ante nuestro ojos, solo que no sabíamos mirar con los ojos adecuados, no con los de ver, sino con los de sentir.

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Al otro lado de ese multicolor e hipnótico espejo polarizado, nos encontramos con una serie de habitaciones que parecen estar unas dentro de las otras, y como Maravilladas Alicias, comíamos mi fotógrafo compañero y yo, pequeñas gominolas multicolores antes de entrar en cada una de ellas, esperando ajustar nuestro tamaño al del cuarto en si ¿O tal vez era que nos sentíamos pequeños” per se” al vernos rodeados de todos esos cuadros?
Siguiendo a nuestro especial conejito blanco nos adentramos en ese laberinto de habitaciones que subían, bajaban, se cruzaban y hasta parecían atravesarse unas a otras; nos sentíamos Teseos en busca de su minotauro, cuyo hilo de Ariadna nos llevaba directamente hacia él, huir era innecesario, una vez dentro del laberinto desaparecieron los miedos y una solo quería estar cada vez más dentro, como si hubiéramos empezado nuestro camino en un Pájaro de Paja y nuestro único destino fuera hallar el último Objeto Perdido de una estantería. Perderse aquí era un lujo, siempre terminaríamos encontrados por el Minotauro Pérez, aquel que yo creí bandolero torero, y cada vez estaba más segura de que era toro bravo. Y de los que embisten, no de los que se dejan poner banderillas, aunque más de una vez en su vida tuviera que haber aguantado más de una puya en su nuca.

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Sala tras sala, íbamos pasando por todo un mundo pleno de Informalismo, Pop Art, un mundo Abstracto de claras formas y vivos colores: Reyes de Tréboles, como Millares. Rey de Diamantes, Saura. De Corazones, Lucebert. Póker de Ases en las figuras de Zóbel, Chillida, Torner, Rueda ¡Que le corten la cabeza al descreimiento y al pasotismo! Cuenca no solo es única, es alta cuna del arte y baja cama para las pasiones, para que no se hagan daño las emociones si caen al darse la vuelta.
Pero el silencio se hizo claramente en varias ocasiones.

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Silenciado quedó mi compañero al entrar en la Sala de la Chimenea, esta parecía presidir el cuarto hasta que sus ojos hechos a ver en modo zoom, se posaron sobre dos ejemplares de la revista “L´Assiette au Beurre”, la voz de la modernidad de principios del siglo XX, del mismo principio del siglo, como Génesis de lo que vendría después ¿Cómo no imaginar a Juan Gris o Kupka envueltos entre papel, tinta y una tormenta de ideas geniales al ver estos dos ejemplares tras la vitrina?. Se ha de hacer el silencio para oír la voz de los que hablaron lejos porque no eran entendidos aquí.
Ambos nos quedamos mudos ante la magia oscura, que no negra, de Millares, cuya varita de mago iba envuelta en arpillera y papel; se volvieron susurros imperceptibles nuestras voces entre el color de las obras de Lucebert, colores por un lado,” monigotes” casi rupestres por otro, ambos, como universos paralelos en un mismo plano. Maravillosos.

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Voz queda para controlar, que no reprimir, la emoción de ver las publicaciones de Ruedo Ibérico, todas juntas, frente a nosotros, incitándonos a acercarnos y entrar al quite. Un chillido sordo al tener tan cerca sus Antojos, ya niños paridos y eternos, y jamás envejecidos, como personajes de comic, atemporales.

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Pero donde esta viajera perdió toda voz, de tanto gritar por dentro, fue la sala de los pequeños juguetes antiguos y diversos objetos de latón. Mi debilidad. Cajas de “Colacao” de los años cincuenta, de aceitunas, de aceite, de jabones, puede que hasta hubiera alguna de Maderas de Oriente ¡Motoristas de latón y coches de lata! juguetes, juguetes y juguetes de ayer, hoy y siempre. Me sentía niña de postguerra, de esas que jugaban con un aro y empujaban con una vara, las más afortunadas; de las que tenían una muñeca de cartón que un día de lluvia se quedó junto a un brocal de pozo y acabó hecha pasta mojada en el suelo, de las que soñaban que su mano y una vieja tela era la más hermosa de las Mariquita Pérez. Me sentía niña de anteayer, cuando ya hacía muchos “ayeres” que había dejado de ser niña de hoy.

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Y entonces enmudecí por completo.
Mirándome de frente desde un extremo de la sala, y de soslayo desde el otro extremo, estaba el Minotauro de este magnífico laberinto. Vestía sotana y alzacuellos, lucía cabellera blanca y miraba fijamente como intentando atravesarme. Pensé que estaba intentando leer mis pensamientos, o tal vez estaba centrado en el recordatorio de mandamientos incumplidos yotros por cumplir, de sacramentos respetados unos e irrespetuosos otros, de Glorias cantadas y glorias pasadas, Antonio Pérez me miraba profundamente sin que resultara sacrílega su osadía, aunque si algo impenitente su postura.

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−Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero si has de hacerlo, que sepas que creo en mí sobre todas las cosas, aunque no soy un descreído de todo lo demás. Entra pues si así lo deseas, aquí todo cabe, si ha sido primero encontrado−imaginaba yo que decían sus quietos labios. Y es que ya lo decía Don Vicente ¡Toledo, si utilizase usted su imaginación para cosas útiles en lugar de “tontás na más”…!
El final del laberinto se acercaba. Nuestro conejito blanco tenía razón cuando nos dijo que no había tiempo. No tiempo de reloj, ese aquí ni pasaba, ni contaba, ni se paraba. Aquí, todo era, es, atemporal, eterno, hasta etéreo en su conjunto cuando una cierra los ojos y olvida en qué momento y donde está. Aquí una se encuentra así misma aunque no se haya perdido jamás.

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Esperando atravesar de nuevo, el vórtice caleidoscópico por el que entramos a este Universo, me quedé estupefacta al encontrar que el hueco en el árbol que da a la salida era algo tan poco abstracto como un cuadro de San Jerónimo, obra de Abraham Jansenss. La salida del laberinto era tan opuesta a su entrada, que lejos de repelerse, nos atraían a nosotros como mariposas a la luz.
En la antigua iglesia de las monjas, hasta el mundo se tornaba pajitas de colores sobre nuestras cabezas, él era el farol que nos convertía en mariposas. El muñeco de Michelín nos dijo adiós desde la puerta y nos deseó buen regreso al mundo irreal, lo real, se quedaba tras los muros. Soñar es la verdad, despertar es tan solo una ensoñación.

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Nos costó despedirnos del Mundo de Antonio Pérez, de sus salas llenas de amigos compartiendo confidencias, tal vez alguna copa y algún que otro puro habano, amigos, casi familia, que cada autor allí representado era más que un artista, era parte de Antonio y este mundo suyo que tanto nos atrajo. Nos costó mucho decir adiós, por eso tan solo dijimos hasta pronto, con la promesa por parte de Mónica Muñoz de enseñarnos la biblioteca en otra ocasión, y la amenaza por nuestra parte de así hacerlo. Las Alicias dijeron hasta pronto a su conejo blanco. Hasta siempre al Museo.

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Cela nos llevó de viaje hasta la Alcarria, y Antonio Pérez salió un día de ella para viajar por el Tajo hasta instalarse en Cuenca, vía París. No podía ser de otra manera, París, bien valdría una misa, pero Cuenca, bien valía una…Fundación.
No nos dimos cuenta hasta subir de nuevo a la Plaza del Trabuco, y ver allí sentado a nuestro boticario, que le habíamos perdido desde hacía un par de horas. Le conté lo bonito que era el Museo, las obras que habíamos visto; le hablé del convento, de las monjas espectrales que levitaban cuadros, de juguetes y de arpilleras, de libros y revistas, de óleos y poesías. Pero Don Federico tan solo nos dijo:
–No puede un poeta, perturbar el sueño de otros, y no puede tampoco andar con pasos muertos, entre la obra poética viva−.

Y juntos seguimos en silencio, nuestra ruta por la Cuenca más bizarra y hermosa.

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“CANTO A LOS JUGUETES ROTOS DE MIS HIJOS”


“Os van modelando las manos de mis hijos casi torrencialmente,
como la lluvia da forma a las tierras
o el huracán transmuta los paisajes.
Acaso vuestro destino definitivo fuera este que nos sorprende
y tú naciste, bella muñeca rubia, para ser ciega.,
para enseñar el vacío de tu linda cabeza
con el simple mecanismo que abre los ojos;...


Yo no me cansaré nunca de cantar las manos devastadoras de mis hijos,
sus manos implacables que hacen cambiar el destino de las cosas
sujetándolas a un orden rígido y fugaz,
amándolas fieramente hasta su destrucción.`
recogiéndolas ya destruidas para glorifìcarlas,
rindiéndoles el apoteosis de su cariño vehemente
cuando los mayores las creíamos en definitiva ruina…”


( De “Los Míos”, Federico Muelas)


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Fotografías: Santiago Navascués Ladrón.

Texto: Yolanda T. Villar

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